
Por María Elena Zuza. Posadas, Misiones. Docente y escritora
Qué me va a contar, muchacho, del río Uruguay, sus fronteras y su gente; si cuando aprieta el hambre, el hombre de la ribera que ve el horizonte cerca, se lanza al río en busca de una santa pesca.
¡Shhh…!, haga silencio y sienta: de lejos se escucha el palear de los viejos remos que golpean mansos las aguas a distancia de las correderas.
Le aseguro, que el amigo de la canoa hoy tampoco ha probado bocado y; aunque le pica el bagre, le chifla la panza flaca, el último plato de reviro se lo ha dejado a sus críos, para que marchen con fuerzas y a pie ligero hasta la escuela. Que en el camino, formen una graciosa hilera y, en el barro colorado, dejen grabadas sus huellas para recordar siempre: que un día fueron niños descalzos y la soberbia nunca les llegue.
Hoy el flaco salió temprano, con luz muy clara de luna llena, quiso aprovechar su energía, porque, aunque él no es letrado en las aulas, la vida le ha enseñado a leer la naturaleza. El buen hombre siente, como creencia de fe, que esta luna le acercará abundancia o, al menos, eso desea.
Sabe, oficial, desde antes del alba, va y viene entre los espineles, engancha carnadas y oliendo al viento, pide en sus ruegos que la pesca sea buena. El hombre mantiene la espera y una mansa paz lo acompaña mientras el sol, a esta hora, ya levanta el vapor del agua. Oiga el ritmo sereno, como canta en el eco cadencioso del plac plac: «Hoy se puede tender la mesa». Vea en la sonrisa que le brilla de oreja a oreja, parece que está gritando: «¡Que se prendan los braseros, que el canoero se acerca con la pesca milagrosa de este domingo en que el hambre aprieta!” Trae bogas, sábalos, pacúes y hasta un par de dorados, algunos para la cena y otros para la venta.
No se pierda ese detalle, amigo… Vea: Con el consuelo en las manos y el orgullo en la frente, el hombre, hace una venia al Altísimo que nunca le falla; que aprieta, pero no ahorca; porque él sabe que fue un milagro… Al Dios Padre le agradece que le haya hablado al oído y, le haya mostrado el sitio donde la luna se baña para, justo ahí, tirar la red y recoger los anzuelos de los espineles cargados de pesca santa.
Sepa usted, joven oficial; los pescados que durante la cena no caigan a las barrigas o se vendan, mañana, colgados al palo; pasarán al ahumadero y dará comienzo una gran bonanza. El pescador aún no lo sabe, pero esas son cosas del cielo.
De la pesca de luna llena, de este domingo, se hablará el año entero. Muchos querrán tener la misma suerte; aunque solo de ellos y su esmero depende.
Por eso le digo, mi jefe: Yo pienso que los peces y los ribereños no entienden de límites ni de fronteras. Ellos son libres en las aguas, nadan o pescan, cruzan de orilla a orilla, sin preguntar: ¿quién es el dueño del río?, ¿a quién pertenece la patria?, o ¿quién defienden la costa?
Entienda don marinero: ¡Eso no es contrabando! ¡Vaya a mirar a otra gente! Deje por favor, la moto de agua un rato y, mejor, no le vaya con leyes que ellos de eso no entienden un carajo…
Son las cuatro de la tarde, los niños volvieron de la escuela y corren loma abajo, como pollitos con su madre, hasta la orilla. Su padre regresa y ellos lo saben porque, el buen pescador, de lejos, con su silbido, les viene anunciando: vuelvo cargado y necesito todas las manos para subir la pesca al rancho.
Esta noche, cuando salga la primera estrella, sentados junto al fogón, podrán llenar la panza hasta chuparse los dedos y saborear el chupín de bogas que los tenía desacostumbrados.
El marinero porteño, en su segundo día de destino en Puerto Alba Posse, hipnotizado con el juego de los rayos de sol sobre las aguas del Uruguay, quiso saber quién era el sabelotodo que le hablaba casi al oído. Giró la cabeza y levantó la vista. Miró a su alrededor buscando al hombre; no vio a nadie que le soplara; tampoco reconoció el lugar, ni vio el escritorio frente a la ventana que daba al río, desde donde, minutos antes, estaba mirando el paisaje…
Turbado, advirtió que había dejado el sillón de su escritorio, que se encontraba parado a orillas del río, que estaba descalzo y con las patas en el agua. Tenía algo en la mano izquierda. Apretaba el puño con fuerza; pensó que podrían ser las llaves de la moto o de sus nuevos dominios. Abrió la mano y vio que tenía tres pequeñas piedras de colores, las observó al detalle, eran preciosas: una verde, una dorada y otra rosa. Las acercó hacia la luz del sol; las piedras chocaron entre sí, imitando el sonido de un instrumento de percusión que se expandió en el silencio de la tarde hasta donde se perdía la vista, subiendo la corriente del río.
Azorado con media sonrisa en los labios, moviendo la cabeza de lado a lado, sin poder comprender lo sucedido, caminó de regreso a la oficina. Volvió a mirar las piedras y las guardó en el bolsillo con ganas de continuar la charla