La falta de humor en la literatura misionera

Por Alberto Szretter. Posadas – Puerto Rico. Médico y escritor

 

La patafísica es

la fenomenología del monstruo.

Alfred Jarry

 

¿Podemos reírnos de Dios?

Le preguntaron al Papa Francisco

 

¿Qué género es más publicado en Misiones? El cuento. Lejos, la cuentística es lo que más se produce en nuestra provincia. Le sigue la poesía, luego la novela, quizás los ensayos de tipo académico y/o históricos (gracias a Edunam), y atrás muy atrás la dramaturgia, tan atrás que no se la ve. Que sepamos, nadie escribe ciencia ficción. Estos “ejes” o predilecciones, en las coordenadas de tiempo y lugar de la provincia ¿significan algo en la historia de su literatura? ¿Están indicando de alguna manera un grado de evolución, o no tienen nada que ver, por lo que es imposible sacar conclusiones de nada? Los temas elegidos por los escritores, son variados, generalmente se toman asuntos regionales, tópicos con múltiples recreaciones. ¿Plantean ese retozo dialéctico entre el autor y el lector, que se llama humor? ¿Hay humor en la literatura misionera? Creemos que no. Si alguien lee este artículo y piensa distinto, sería bueno que lo manifieste. Estos asertos siempre pecan de injustos, lo reconocemos: se comprende que una opinión de este tipo no puede abarcar todas las obras, de todos los años, de todos los géneros, de todos los autores, pero arriesgamos un juicio, que ojalá sea desmentido por otras ponencias.

Impresiona que “el primer escritor misionero”, Horacio Quiroga abrió un trillo (para sonar acorde al territorio) que continuamos todos. Este texto no es sobre Quiroga, pero podemos decir que en “Cuentos de amor, de locura y de muerte”, que es su libro más original y sólido, el autor relata a través de detalles objetivos, cubriendo su participación, procesos de muerte, equívocos fatales, crueles injusticias o venganzas sangrientas. Otros cuentos son como ejercicios de aplicación del naturalismo francés al que él adscribía. No negamos sus distintas facetas aisladas, qué buen escritor no las tiene, ni juzgamos su valor, pero podríamos decir que no hay humor en su prosa.

Hablamos de humor en tanto categoría estética, que expresa de modo risueño, cómico o ridículo, disconformidad con un fenómeno social dado, o desacuerdo con una actividad o conducta, con una mentalidad, costumbre, etcétera, respecto al curso ideal de las cosas. No hablamos de textos estricta y exclusivamente cómicos, que prácticamente no existen en Misiones, sino de la aparición de cierto desenfado, por ejemplo, en medio de un cuento o novela, de algún contraste o desajuste o desproporción que desbarata la realidad objetiva o conveniente de la trama. Parafraseando a Cantinflas cuando saltaba con “¡Qué falta de ignorancia!”, nosotros podemos decir “¡qué falta de incongruencia!”. La incongruencia, decía Molière, es el corazón de lo cómico. Sin embargo, parece que el humor, aunque esté en ese camino, es diferente de lo cómico, va más allá, es más indirecto, más escurridizo de captar, más sutil. Landriscina lo decía muy claro hablando de la gracia en el folclore: una cosa es el chiste, y otra cosa es el cuento; tienen diferentes estructuras.

Sabemos que existe un espectro amplio de humor. Hay de todo tipo, desde el brulote de carácter polémico, hasta la simple falta de solemnidad en el trato lingüístico de algo pomposo, pasando por la sátira, los epigramas, la ironía, lo caricaturesco. Si, como afirmaba Nietzsche, el hombre sufre tanto en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa, por qué los escritores misioneros somos tan serios, tan sacrosantamente almidonados y formales, que no nos atrevemos a ese tipo de destellos en la literatura que hace más soportable y alegre la existencia.

En busca de ese contraveneno, que -repetimos- no hallamos fácilmente en nuestras creaciones, muchos creemos, erróneamente, que los libros deben ser dramáticos o trágicos para ser literatura, y que lo liviano y que despierta una sonrisa, digamos, la comedia, así esté en cuentagotas, no vale. Es que lo trágico y dramático son universales, dijo Umberto Eco, pero el humor, que depende mucho de la sensibilidad y la cultura determinada, no. Los japoneses, por ejemplo, carecen de chistes, como lo entendemos en esta parte del planeta, porque no tienen la irreverencia que caracteriza al universo argentino. Las bromas suizas, por mencionar otro país, no rompen las reglas establecidas desde Guillermo Tell, ellos no bromean con la evasión de impuestos, las confusiones en un supermercado, o los altercados en la vía pública. Son especiales, que el humor que tienen, también. Ya lo dijo Bernard Shaw, los suizos son los seres más cercanos a los humanos. No conoció a los argentinos, porque quizás nos iba a ubicar, respecto a la especie, en una lejanía para nada deseable, por el motivo inverso, más aún en este tiempo nuestro, extravagante y hasta esquizofrénico.

Elegimos para el primer epígrafe de este artículo, una frase de la ciencia de las soluciones imaginarias, la patafísica. Lo hicimos para sugerir o “abrir” el contenido que sigue, nada más, porque pensamos que esa práctica “jarryniana” constituye una crítica de las costumbres desde un “razonamiento” que descubre que todo fenómeno natural o humano, es defectuoso, y donde el análisis de lo observado conduce a la entronización de las leyes que rigen las excepciones. Es un método crítico de lo particular que sus adherentes denominaron análisis infinito. Además, la patafísica tuvo indudable influencia en la evolución de la literatura y el humor modernos.

El segundo epígrafe, una pregunta que le hicieron al Papa, este respondió, “por supuesto, que podemos reírnos de Dios, no es blasfemia; igual que jugamos y bromeamos con las personas que queremos”. Según Francisco el humor no humilla, y cuando se consigue arrancar sonrisas de un espectador (léase, lector) se hace sonreír también a Dios. Viene bien esa tolerancia, sobre todo a los compungidos feligreses (escritores y no) que se golpean el pecho por asumirse culpables, que piensan que la religión debe ser triste y sombría, y que los libros deben enseñar la bondad al estilo escolar y a portarse bien, bajo pena de ir a la Dirección o al infierno.

El escritor (incluimos a todos los sexos) posee, también, recursos retóricos. No solo puede apelar a la parodia o a la combinación de las palabras, a la riqueza del léxico, al modo de referirse a un asunto determinado, o dentro de un asunto a un enfoque disonante, sino también al nivel fónico, silábico, a la superposición de sentido, a la antítesis, a la adjetivación (des)valorativa, la hipérbole, la lítote (que consiste en no decir todo lo que se quería dar a entender), la paronimia, la aliteración, etcétera. En español todos conocemos que no estamos obligados a frases “moldes”, con sujeto, verbo y predicado. Es más, en nuestro idioma puede faltar el sujeto, o alterarse el orden gramatical, cosa que no se puede hacer, por ejemplo, en inglés. Estas modificaciones en la estructura de las oraciones ayudan a llegar al humor. Lo otro importante, tal vez más importante, es el sentido que se da a los enunciados, dentro del cuento que se está relatando.

El humor es un entramado semántico que el escritor propone y el lector resuelve. El placer de un texto con humor aparece cuando el autor atrae al que lee, a coparticipar en el juego de una historia, donde no interesa si es verdad o mentira, (no es periodismo, periodismo del de antes, no el de ahora, ni un informe o una tesis) ni tampoco si aparece la maldad o la bondad, (ya que no atañe a lo moral). El asunto es la diversión, la distención, la sonrisa; sacar de escuadra algo que venía derecho y mostrar un punto de vista, de una manera extraña, nueva, insólita; cómo tomar algunas situaciones, etcétera. Destaquemos algo que se nos está pasando: el humor es cosa de personas inteligentes, tanto escritores como lectores. Para que no se entienda mal, en una obra, o al pasar, en un momento, en una parte de una obra, hay que saber escribir y pillar el humor. Nada queremos decir de la inteligencia del escritor, ni tampoco calificar la astucia del lector; o para decirlo claro: descontamos que ambos son inteligentes. Solo ansiamos que el ingenio esté en un párrafo, y sea atrapado por el que lee. Lo ideal es que se encuentren los tres: escritor, texto (con humor) y lector.

Pero en Misiones pensamos que faltan estas obras, sobre todo las satíricas, o críticas de las costumbres, como hicieron con brillo escritores famosos por la elegancia de su prosa, por la sutileza de sus sondeos de vicios y debilidades sociales o particulares.

Los argentinos tenemos miedo al ridículo. Y los escritores también, aun los que se hacen los raros. Pero acá, en el pago chico, se nota más ese temor, tal vez porque nos conocemos todos, y los disfraces para disimularnos jamás nos cubrirían. Y no queremos quedar mal con nadie. ¿Y qué tal experimentar mezclando elementos propios “incompatibles”? La “auto cargada”, “tomarse el pelo” propicia el humor, por situaciones absurdas o insólitas.

En cuanto al grupo o ambiente, toleramos las bromas entre nosotros alrededor de un evento gastronómico, y si tenemos la confianza de una gran amistad, pero hasta ahí nomás. No existen las mesas redondas de crítica, ni las polémicas literarias. De haber un escritor que se arriesgue a parodiar por ejemplo algunas obras, algunas celebridades, algunos eventos, algunas figuras, que ya están llegando o han llegado al bronce, etcétera, correrá peligro de exilio de todo encuentro o Feria, exonerado de una charla, sacado del forro de un café, y prácticamente expulsado de la provincia. Esto que decimos, por supuesto, no es cierto, exageramos solo para resaltar el rechazo subliminal a toda comparación. Porque respetamos mucho lo “sagrado”. Porque quizás pensamos que la amistad literaria es callarse, o fijarse solamente en la ortografía, o en un remate con final feliz, y sobre todo, constructivo, positivo.

Tampoco se nota que se adjudiquen rasgos sobrenaturales a caballeros o damas de carne y hueso de la historia o del presente; o al revés, caracteres humanos a duendes y aparecidos, artilugios que pueden promover la gracia. No leemos (casi) nada al respecto.

Falta descontracturarnos, liberarnos del superyó, de los inexistentes censores, del terror de hacer un adefesio. Sobre esto último: tenemos el derecho a la equivocación, a pifiar en la hechura de una obra. Estimo que seremos perdonados, creemos. Pero tal vez, insistimos, es hora de probar algún ingenio, de evitar el pintoresquismo, de soslayar estar de acuerdo con todo, de protegerse de lo muy transitado, canonizado, lo identitario, si se puede (por qué no), y darlo vueltas. El vira cambota vale en literatura. Proponemos desacralizar todo, como decía Girondo: hacer la guerra a la levita, a lo consagrado, a lo juicioso.

Alentamos el “desajuste” entre el tono y el sentido de las palabras. Estas, las palabras, por ejemplo, poseen un escalafón, según su prestigio. Ningún lector podrá negarnos que hay términos con más lustre. Aquí recordamos a Borges que decía que no es igual, en un poema, decir “sargento” que “capitán” por una cuestión de prosapia poética. No es lo mismo cantar al “gran Suboficial”, que al “gran Capitán”. Por eso la confusión o mixtura de palabras con ascendiente en un texto que describe un personaje sin linaje causa un choque que puede ser de humor. Pero no estamos capacitados a dar fórmulas, solo indicamos, resaltamos, que esas técnicas son muy poco usadas en las Letras misioneras.

El humor parece que necesita la acumulación de planos, técnicas e interferencias genéricas y referenciales, en la que coexistan la ambigua puntualización de una determinada realidad cotidiana o habitual, por ejemplo, los ravioles del domingo, el asado en el quincho, el fútbol (ver Fontanarrosa) esos ritos de clase media y clase baja, con alusiones culturales al lenguaje sofisticado y erudito, o la aparición en ese ambiente, de pronto, de una figura de otro lugar o de otra clase social o latitud. De ese contraste nace el humor.

Que no se entienda este escrito como el reproche a los colegas escritores misioneros (y a nosotros mismos), por una carencia. Cada uno escribe según le parece. Pero si es cierto lo que decimos, la observación corresponde a todos, o a la mayoría. Nos parece (¿estamos equivocados?) que falta esa chispa. Falta, afirmaría un estudioso, que rompamos el tabú, el tabú de todo: sexo, política, religión…

Mi padre, contaba Darío Fo, se dio cuenta, antes de la llegada del nazismo al poder, que esa gente traía el mal, porque notó que el pueblo alemán, dejó de ser alegre, había perdido la risa, y cuando un país no ríe es peligroso, algo grave está pasando. La risa es sagrada. Cuando un niño ríe por primera vez, seguía Fo, es una fiesta, es un espectáculo, como cuando se desprende de un sostén, hace equilibrio y da unos pasos. En esos instantes de la primera marcha, de la primera risita, pareciera que la humanidad se celebra. 

El humor tiene una función catártica. Lo hace a través del desconcierto que provoca. Gómez de la Serna escribió que el humor desacomoda y desmonta verdades, relativiza las cosas, le saca la corbata, el cinto, el traje. Cuando caen los “vestidos” se produce la gracia. Pero, dice, no se propone corregir o enseñar, sino solo mostrar, porque tiene ese dejo de amargura del que cree que todo es inútil. Supone una separación del objeto, y no una identificación con el soporte del mismo. Hay, digamos, una distancia, hasta una burla larvada o un fino retintín, y no una compasión, no una unión. La empatía que puede encontrar el lector no es por el lado de lo sentimental. Interesa mucho el contexto, los a priori, las suposiciones, lo que se deja entrever (se supone que el lector sabe de qué se está hablando, porque la habilidad del escriba ya se lo adelantó).

Queremos humor, porque, la verdad, desconfiamos que todo está perdido. Un buen remedio contra el nihilismo, dicen que dijo Freud, es el humor. Por eso nos faltan libros que nos digan que hay que luchar, que hay esperanzas, que pronto se verá la luz al final del túnel y se arreglarán las cosas, que ganaremos un salario mejor, que se publicarán más títulos, que los lectores buscarán por nuestras creaciones y sabrán comprender los textos, y que ya llegará el día en que estaremos tranquilos, inspirados, seguros y felices.

Eso. Queremos que nos hagan un chiste, ¡por amor a dios!

 

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