Una SUMMA catastrófica de la sociedad

Por Alejandro Bovino Maciel, Buenos Aires. Escritor y psiquiatra. talomac@gmail.com

(Lectura de “Summa Baiulus” de Carlos Piegari, Colección Zona Insular, editorial ConTexto, Resistencia, 2021. 155 páginas. ISBN 978-987-730-657-6)

Del autor

Carlos Piegari, de quien sabemos poco, ha escrito una novela prodigiosa. Con la ambición de las “summas” medievales el autor ha querido abarcar la desmesura de la realidad desde un pensamiento que incesantemente crea y recrea el mundo narrativo. Sabemos que vive actualmente en Misiones, luego de residir en Barcelona por casi 18 años), que ingresó en un conservatorio musical del que desertó o creyó fugarse, pero la música lo siguió: ha compuesto algunos temas para la banda “Sui Generis” (de la que fue uno de los fundadores) que, quienes saben sobre rock, dedican templos a su memoria que pretenden inolvidable. Un familiar lejano suyo perteneció al Partido Comunista Italiano, ala gramsciana, que enseñaba que se consigue la hegemonía social cuando una cofradía obtiene la dirección política, intelectual y moral sobre la comunidad. Aquel ancestro Piegari también desertó, o lo expulsaron a mediados del pasado siglo, cuando ser comunista no era una medalla meritoria sino una cruz política para el fascismo imperante.

Piegari está disperso en todo el relato. Hay rastros de un autor que estuvo o vivió en Jujuy, Barcelona, Buenos Aires, Perú, Asunción del Paraguay y Misiones. Las descripciones urbanísticas condicen con esta manía nómade. Los personajes integran caravanas que no se limitan a recorrer caminos y espacios, también surcan tiempos. Van del siglo XVII al siglo XXI mediante el uso de propiedades ondulatorias que la física no cesa de explicarnos en cada manual del ciclo secundario.

De la obra

Las summas medievales florecieron entre los siglos XII y XIII europeos como diccionarios enciclopédicos que se referían exclusivamente a cuestiones teológicas, judiciales o filosóficas. A diferencia de las enciclopedias iluministas no cabían en las summas las distintas razas de mamíferos, la frondosa historia, la geología de los volcanes ni las disputas matemáticas que se tejen con nuestros diez dedos. Las summas discutían la totalidad del pensamiento de la época siempre teniendo como guía final la teología judeocristiana bautizada por la metafísica de los griegos, y que se amparaba en la Biblia como último recurso a la verdad. Escribieron summas Simón de Tournai, 1165; Guillermo de Auxerre, 1220; Alejandro de Hales, 1234 y muy especialmente la más célebre de Santo Tomás de Aquino, de 1274. En las summas cada apartado se presentaba como una pregunta, por ejemplo ¿Qué es la justicia? a la que se daban dos respuestas contradictorias. El autor iba presentando objeciones a las alternativas y luego argumentos que apoyaban ya una u otra de las opciones dilemáticas y terminaban apoyando a la opción menos esquiva, avalándola con citas de los Testamentos, la Patrística, los Concilios o los rescriptos papales que fundaban una especie de tradición religiosa que rellenaba las oscuridades y vacíos de la Voz de Dios que muchas veces se detenía a censar ovejas pero no aclaraba cómo existía una Trinidad que eran Tres y Uno en contra de todo álgebra o lógica racional.

Con método similar Carlos Piegari nos presenta una historia que se inicia en Sevilla en tiempos de la Conquista. El matrimonio entre una aldeana llamada Arminda y un carpintero tiene el infortunio de padecer las maledicencias del vecindario que los arroja a las garras de la Inquisición. Cuando los esbirros allanan la casa, el único hijo del matrimonio consigue esconderse de los gendarmes que se llevan a los padres. Éstos terminan, como todo material combustible, carbonizados en una de esas fiestas criminales que organizaba la Iglesia en medio de las plazas bajo el cándido nombre de “Auto de fe”. El muchacho, Kolo de Portella, mudo y retraído se refugia en la lectura de unos misteriosos volúmenes que su padre hecho humo conservaba en un sótano: las obras de Agrippa, y los jesuitas Athanasius Kircher y Gaspar Shott, monjes alemanes que “sabían todas las cosas que existían arriba, abajo y en el medio” con símbolos secretos y dibujos de los egipcios. Todo peligroso para esa época de supersticiones inflamables. Kolo de Portela talla un prodigioso baúl para cargar sus pocos valores y los libros con tanta habilidad que consigue conferirle propiedades radiofónicas capaces de evocar ondas del pasado que un profesor de filosofía Grassi-Shouters, ya en el plenilunio contemporáneo, predijo en base a fichas donde describe intersecciones y sustituciones, habla de la “memoria gravitatoria del espanto” y otras sutilezas técnico-físicas.

Recientemente volvió a salir a flote la historia del cura benedictino llamado Marcello Pellegrino Ernetti que inventó en 1952 una “máquina del tiempo” capaz de recuperar voces y sonidos del pasado interceptando ondas que se produjeron, por ejemplo, con cada martillazo que dieron a Cristo para clavarlo en la cruz, y quedaron vagando en el espacio infinito pero nunca se extinguieron: solo se alejaron, pero la máquina inventada por el benedictino, llamada cronovisor, pudo recuperar esas imágenes y Pellegrino Ernetti exhibió ante un atónito Pío XII como en un film en blanco y negro la conflagración de Sodoma y Gomorra, la llegada de Colón al Caribe, y un monte sombrío con tres cruces en los que se escuchaba claramente la agonía de un hombre y los martillazos en los clavos. El físico Enrico Fermi fue el fiador del benedictino. El Papa vio aquello y decidió archivar la “máquina peligrosa” en la burocracia vaticana y nunca más se supo de ella. Estas cosas sucedieron y seguirán sucediendo en el mundo. Quien dude de lo que estoy comentando busque en Internet el nombre del sacerdote y se convencerá por sí mismo, o misma.

Quizás el invento de Ernetti resultó ser un sofisticado fraude, pero estas ideas acerca de ondas electromagnéticas inmortales recuperables fueron ganando adeptos entre las magias de los bosones y las leyes de la indeterminabilidad de la materia. Piegari, como Pellegrino Ernetti, las exhuma para que su baúl tallado se convierta en un simbólico centro evocador donde el pasado jamás fallece. Trescientos veinte años después de haberse fabricado en Sevilla el baúl de Kolo de Portela recala en un antro de anticuarios de Manhattan donde quiere la suerte que lo compre Cole Porter, un homónimo del compositor de músicas triviales para filmes de bajo presupuesto. Lleva su carga hasta la casa de su amigo Bruno un argentino que huyó del Golpe militar del ’76 y ejercía de albacea de una fotógrafa italiana dipsómana que en sus excesos de tequila y ron se desnudaba y calzaba un corsé ortopédico con una hoz y un martillo, reliquia de Frida Kahlo.

            Ahondar en la trama sería develar peripecias que corresponden descubrir al lector.

El libro se puede adquirir en la librería Tras los Pasos de Posadas o solicitarlo a la editorial ConTexto de Resistencia.

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