El gaucho misterioso y un gato mestizo que no tenía nada que ver

Por Germán Wilcoms

Los pasos del caballo moro repiquetean parejos sobre el asfalto gris. El gaucho misterioso es casi una carnificación encima del animal. Va erguido y fatuo, como un soldado veterano que se emperifolla un día de fiesta.

En los ojos del gaucho, rasgados por la intemperie, se trasluce una desolación remota.

Hombre y animal dan la impresión de emerger de la noche del tiempo, desde un pasado ignoto. Parecen tan ajenos al paisaje como anteriores al mismo, manados de una antigua fantasmagoría. La luz de las farolas led dilata sus sombras, confiriéndoles la apariencia de una interrogación extravagante. Marchan ajenos a la estridencia de las bocinas de los coches, que deben dar arriesgados bandazos para esquivarlos a mitad de la calle.

El gaucho reconoce a lo lejos –no tanto- el sonido creciente de una música estrafalaria que le resulta, no obstante, pegadiza. Ésta surge de un galpón de mampostería con argamasa cementicia y techo de cinc. Una construcción de lujo, observa. Es una edificación como no había visto otra. Un palacio en comparación con las taperas a las que acostumbra en sus lares.

Allí está su Destino. Es el momento también. No es una casualidad.

— Opa, opa—¸le ordena al matungo mientras lo espolea con dos talonazos cortos. Éste acelera el paso hacia el edificio.

Tapatap, tapatap, tapatap… 

*

Ramón (pongámosle por nombre “Ramón”, pues bien puede llamarse de cualquier manera: Horacio, Rogelio, Martín o, incluso, prescindir de los onomásticos corrientes a los mortales) siente con rabia creciente que la mujer (que en adelante llamaremos María, que también podría llamarse Marta, Celeste o -¿por qué no?- la China), a la que ha invitado el trago, ahora, le toma el pelo. Le descoloca su trato confianzudo y sus maneras desahogadas. De entrada nomás le pareció una mujer de la noche, una putarraca cualquiera con más cola que una zorra. Vestida como estaba, podía adivinarle todo más allá de tobillos.

—Vos estás borracho—, le señala ésta y se ríe. — ¿A qué venís acá si no bailás?—, agrega y ríe otra vez. Su risa parece el repiqueteo de una piedra sobre una mesa de vidrio.

María hace rato que insiste con lo mismo. Lo desconcierta. Le hace quedar como un marica, un croto o, peor, teme, como un polaco.

Siente rabia. Impotencia.

La desea.

— No me gusta. No es de hombre eso de andar así…—, le dice el gaucho con gesto áspero y un ademán de desprecio hacia las parejas en la pista de baile, que se desplazan en vaivenes al compás de la música, tomados entre sí o sueltos según les da la gana y la calentura. Los hombres visten camisas espantosas de colores pastel o de entramado cuadriculado y llevan pantalones vaqueros ceñidos en las pantorrillas; las mujeres llevan prendas sugerentes que les delinean el cuerpo o vestidos nada sutiles que directamente lo ostentan con alevosía.

Ramón se esfuerza en que María note su irritación, su disgusto. Ella no capta el mensaje. O puede que se haga la zonza. Lo cierto es que le causa gracia este desconocido tan raro que no puede despertarle sino simpatía. Y algo de lástima, en el fondo, al notarlo tan fuera de lugar en el salón de baile. Se ha visto acosada más de una vez por drogatas y borrachos, viejos más verdes que un loro y muchachos a los que doblaba en edad (también una muchacha alguna vez), pero nunca por alguien semejante a tan insólito personaje.     

— Lo que pasa es que vos seguro que no sabés bailar, tenés medio cara de ojota—, le dice ella, echándose a reír con los brazos en jarra y arqueándose hacia atrás. Le divierte este hombre que parece salido de otro siglo, llegado a caballo con sus ropas de gaucho de historieta y sombrero anacrónico, con un cuchillo con empuñadura en S y casi medio metro de hoja envainado al cinto -adornado con monedas- a la manera de las viejas películas del Oeste Norteamericano, salvo por el poncho, el chiripá y los pantalones tipo calzoncillo cribado. — Y si no estás borracho, ¿por qué andas así, vestido como un Quijote de potrero?  ¿Y esas pelotas que tenés colgadas ahí son boleadoras? A mí no me jodés así nomás, mirá que yo estudié, tengo un profesorado en portugués. U-ni-ver-si-ta-rio. Vos no estás borracho, vos lo que sos es un loco lindo —, agrega con un mohín picaresco mientras se da la vuelta, dejándolo sólo, con la botella en la mano y la palabra en la boca. 

María ríe con ganas mientras va a cazar, decidida, al primer hombre, tipo, varón, macho, rana con caparazón o lo que fuere que se le cruce camino a la pista de baile.

Ramón  la mira.  

Un buen rato la mira.

También al sujeto que ahora se prende de la cintura de María, que ríe todavía.

— ¡Sotreta!—, maldice entre dientes.

Vacía el aguardiente de un trago. Casi la botella entera. De un tranco sólo. Tose. La bebida no es como acostumbra a tomar. Demasiado blanca y seca para su gusto. Descarga la botella sobre el mostrador con un estampido. Se acomoda el sombrero y se dirige a la pista. Sus espuelas raspan el suelo de baldosas rojas. Lo hace adrede. 

Tiene la idea clavada en los ojos, encandilados por la rabia y algo peor que la borrachera: los celos. Celos que sólo una desconocida puede despertar en un hombre como él, alguien con su historia. Ni siquiera tiene que tomar una resolución. Es algo que lleva en la sangre, como un virus. Sabe de antemano qué es lo que va a hacer.

Ramón  es un nervio sólo. Exhibe, por el contrario, una calma asesina.

No lo piensa dos veces. O no lo piensa directamente. Lleva la mano al cinto.

Y desenfunda.

*

María se aferra al sujeto como a una balsa. Se la ve suelta, viva, despreocupada, feliz… Bailan cuerpo a cuerpo una versión lamentable de Stairway To Heaven. Ella se deja llevar. Se apoya en el tipo sin importarle su manoseo descarado.

Hasta que Ramón  irrumpe de repente.

Desde atrás, agarra al podre infeliz de un hombro y lo da vuelta como un chorizo. Lo hace con tal ímpetu que casi lo tumba. (María se suelta justo a tiempo, de puro instinto, sino se va lleno al suelo.) Lo deja al sujeto parado frente a sí como un poste, cariacontecido, sin entender qué diablos pasa o por qué.

A María no se le había desdibujado de un todo la sonrisa en la cara tiesa cuando Ramón  lo atraviesa al sujeto, de lado, con un trazo de acero terrible. El cuchillo de casi medio metro lo rebana de lado a lado, con una huella en diagonal, desde la panza hasta ingle. La maniobra se desdibuja en la semipenumbra del local en una estela pálida, plomiza.

Sin darse cuenta de nada, con los ojos abiertos como ventanas en una exclamación de asombro, el desdichado se derrama en el piso como una bolsa.

Baf.

— Y “lo dejé mostrando el sebo / de un revés con el facón”, — recita el gaucho para sí (tal vez), como elucubrando un sortilegio personal o evocando un pasado repetido.

*

El alarido de María estalla en el galpón. Luego, se hace un silencio negro.

La gente se abre en círculo donde se ha desplomado el sujeto, exangüe. La sangre se expande a los lados como una alfombra de carne líquida. Las baldosas rojas, lustradas a gasoil, morigeran el contraste funesto. O lo destacan, según cómo se mire.   

Ramón, sin perder la compostura, se dirige hacia la salida, ajeno al griterío a sus espaldas. Enfunda el facón aún sangrante en la vaina inerme.

En la puerta tropieza con una negra enorme, vacuna, con las tetas oscuras y lustrosas derramándoseles por encima del corsé y los labios enormes como riñones.

El gaucho cae despatarrado al darse de lleno contra la mujerona y salir expelido hacia un lado, como una pelota que se da contra una pared de través. Ésta, ajena todavía a la desgraciada faena del extraño, lo ayuda a incorporarse, cordial.

— Pero, che, ¿viniste pensando que esto era de disfraces?—, le pregunta mientras alza al gaucho, sin esfuerzo, con sus manazas de morcilla. —Al menos mirá por dónde andás—agrega. Hay más simpatía que reprimenda en su voz.

Ramón  no responde. Se zafa como de una peste de aquellas manos enormes que se detienen, le pareció, más de la cuenta sobre el chiripá. Le dirige un gesto torvo, que se trastoca en desconcierto al notar una familiaridad arrinconada en los rasgos de la mujerona. Nota, o cree notar, una reminiscencia subrepticia en aquella negra que lo mira como tomándoselo a chiste.

Entonces, con torpeza -¿miedo?-, sale.

Corre, casi, hacia el exterior.  

Afuera, un gato mestizo que no tenía nada que ver, se cruza juguetón frente al gaucho y lo hace trastabillar. Casi se va de boca otra vez contra el suelo pero, ahora, al menos, logra mantenerse en pie. El gato recibe una tremenda patada que lo hace remontar por los aires. El animal chilla. Cae. Y huye. 

El gaucho misterioso, entonces, monta con prisa su caballo moro y ambos se pierden, otra vez, en la noche del tiempo.

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