El Tony, el Toblerone y un pucho

Por Alberto Szretter. Puerto Rico. Médico y escritor

Recuerdo el incendio. ¿Fue en el ´67?, el ´68? quizás antes. Ahora que pasó tanto tiempo y que mucha gente de aquella época ya no está, puedo contarlo. Entonces se armó un gran revuelo, porque las llamas sucedieron en una oficina del Estado, y nunca nada fue aclarado: no se encontraron causas. Pero yo sé la verdad.

El tiempo exacto del suceso no tiene importancia, pero podríamos precisarlo bastante bien, porque todos cantaban La balsa, de Los gatos, que estaba de moda. La tribu nuestra, todos jóvenes, casi adolescentes, andaba enamorada (es un decir, la palabra es otra, bastante más grosera) de una sola novia, Patricia, compañera del colegio, una gringa espectacular, que no tenía problemas para nada, pero el preferido de ella era Lulo. Solo a Lulo le aceptaba cobrar en especie: una barra de Toblerone, o un paquete de Colt.

Todos fumábamos, aunque tosiéramos y todos nos hacíamos los grandes, y también afilábamos despacito, porque era un tiempo absolutamente distinto al de ahora. Los bailes estaban en los clubes y tocaban The Dandy Boys (una banda que venía de Corrientes), Panchito y su Montecarlo jazz o Los Dalman, y de manera alternada una orquesta típica, es decir de tangos, dirigidos por Ojeda. Cuando sonaban los tangos salían los padres de las chicas a la pista, y las señoritas, a tomar aire y a escuchar nuestros versos románticos. Pero no pasábamos de eso, y de apretar en “los lentos”, y era la razón, porque quedábamos escaldados, para ahorrar unos pesos, robarnos los cigarrillos y buscar a la rubia.

Ella era una chimenea andante, un pucho tras otro. Nosotros nos colábamos en la casa de Lulo, cuando quedaba solo, con Patricia, y los espiábamos por la cerradura. Sucedía algo insólito que se repetía con cada uno de los muchachos: mientras hacía el amor, ella no solamente no dejaba de pitar, sino que, boca arriba, leía El Tony. Le gustaba Pepe Sánchez y Nippur de Lagash. Abría la revista por encima de la cabeza del amante de turno, y exhalaba el humo a la vez que pasaba las hojas de la historieta, como si nada. Nosotros del otro lado de la puerta nos empujábamos para ver ese espectáculo, entre risitas cómplices y babas de envidia. Envidia por el que tenía que traquetear, porque la rubia estaba más entretenida con las viñetas. De aquellos años me quedó el convencimiento de que una buena historia en una revista o en un libro, son mucho más potentes que los empujes y retrocesos de la charla, o relación, o lo que fuera, entre humanos.

Una noche Lulo nos encontró en el Bar Español. Estaba desesperado; le habían cortado el chorro en su casa, o sea, la habían ocupado, y nadie tenía un mísero automóvil ni plata, para ir al París, el primer motel de Posadas, cerca del Regimiento. Lo peor, o mejor (según se vea) es que tenía un poco de dinero, pero solo para un Toblerone y una ginebra. Lo de la ginebra se gastó ahí, con nosotros. Ignorábamos cómo podríamos ayudarlo. Quedamos mudos, pensativos, buscando opciones. De pronto saltó CP, es decir Carlitos Penayo, abreviado a “Código Postal”, por una anécdota que merece otro cuento, con la solución.

Entre paréntesis, cada vez que lo nombrábamos “cepe”, él corregía, no; yo soy “pece”, por partido comunista, porque andaba con El Manifiesto y adhería a Marx, pero creo que era solo pose, con el librito bajo el brazo y barba de revolucionario, de tres días.

            -¿¿¿Cuál solución??? -preguntamos todos.

            -No sé si será posible y te vas a animar -dijo mirándolo a Lulo, que estaba para derrotar él solo a un pelotón de cosacos sedientos de sangre.

Entonces habló CP: tenía a un tío de sereno en la oficina del Instituto Provincial, que quedaba entre el Correo y el Hotel de Turismo, que era canchero, dijo, y si se le llevaba una Doble V, dejaba pasar hasta a un elefante. Hicimos una vaca entre todos y Lulo se fue al Automóvil Club a comprar una petaca, mientras CP o PC lo chamuyaba a su pariente.

No hubo ningún problema, “pero solo dos personas” aclaró el hombre, atajándose de una posible orgía con la muchachada enloquecida corriendo entre escritorios, archivos y biblioratos, “el tercer piso, tiene un baño aceptable”. A los veinte minutos desde el bar, vimos entrar a la parejita. Yo no divisé el chocolate, casi seguro quedó como promesa, qué es eso de andar con chocolates, en plena urgencia.

Empezó a pasar el tiempo. Nosotros, entretenidos, estábamos ahí en ese mundo abandonado, teniendo ganas de ir a un lugar donde más queríamos, pero caminando no podíamos. Ese lugar era el “Edén”. Y esa noche tenía algo más que forma de cerradura, más bien, forma de oficina. De golpe añoramos el trajecito sastre de las empleadas, los ambientes con acomodados de jefes, los amores clandestinos de gabinete, la burocracia, el papeleo, las mesas de entrada; sitios que antes nos daban asco.

El bar se cerró y fuimos a la esquina, a seguir conversando, distraídos. A las cuatro de la mañana escuchamos las sirenas. Se quemaba el Instituto. La policía acordonó la calle. Nos acercamos, pegadas las espaldas contra la pared de la vereda de enfrente. Temimos por nuestros amigos. Salía humo, sobre todo en el tercer piso. Un bombero trepado a un elevador gritaba mientras subía “¡vamos a salvar los incunables!”. Yo creí que le habían cambiado de nombre a los despachos y documentos. Después pensé en la fogosidad del amor, en cuán ardiente puede ser, llevado por las locuras y enredos de Pepe Sánchez o por la espada justiciera de Nippur. Pero no nos movimos de allí, hasta saber el destino de Lulo y Patricia. Ya había amanecido cuando, tristes y cabizbajos, nos retiramos porque el jefe del operativo se negaba a darnos información, y tampoco a los periodistas. En las radios (la gráfica no tuvo tiempo de sacar nada) la oposición política comenzaba a decir que el gobierno quiso borrar pruebas de negociados, y falsas cédulas de afiliados que nunca trabajaron.

Pero no nos fuimos a los propios ranchos, como denominábamos a nuestras casas; nos fuimos a la de Lulo, golpeamos las manos, y salió él en calzoncillos.

            -¿No les parece un poco temprano?

Entonces le contamos. Se rio.

Así nos enteramos: estuvieron en el tercer piso más o menos media hora, entre certificados, papeles, y comunicados, y se fueron.

            -¿Y ella hizo lo de siempre?

            -Sí, fumaba, pero como no había llevado una revista, se puso a leer un expediente. Salimos sin problemas. Todo bien.

No. No fue todo bien. Hubo un incendio. Los partidos de la contra afirmaban que el fuego había sido intencional, el gobierno aseguraba que el siniestro se debió a una causa eléctrica, el sereno no dijo nada y como un mago hizo desaparecer la botellita. Nosotros tampoco dijimos nada. A unos amigos jamás se los delata, y menos cuando la culpa la tuvo una colilla encendida y abandonada por la somnolencia y blandura del postamor y el aburrimiento de un “visto y considerando”, ante la falta evidente de buena literatura.

 

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