Adentro y afuera

Por Hilce Liliana Díaz. Oberá. Especialista en lectura, escritura y educación. Coordinadora del taller literario “Leo, luego existo”.

-¿Te vas para afuera? – pregunta casi a los gritos Pedro, el vecino del otro lado de la plaza.  Esta pregunta era frecuente. Particularmente cuando lo veían preparar la vieja camioneta que lo sacaría de ese pueblo terroso, miserable y hostil.

Si -Contesta parcamente el hombre, concentrado en asegurar la soga a la carpa que cubre la carrocería repleta de hortalizas, las que venderá en la feria de la ciudad cercana. ¿Cercana? Quizá no sea ese el adjetivo que mejor califique a los 70 km de camino polvoriento que lo arrastra semanalmente para vender los productos que su chacra produce. O bien, cumplir con cualquier trámite oficial que lo pone en contacto con la civilización.

Cercano no sería el calificativo que él da a esos interminables 70 km, que lo arrebató a su hijo y a su joven mujer. No existía, entonces, un quirófano  en el hospital local que los auxiliara; y los 70 km de camino de tierra sólo sirvieron para multiplicar la agonía.

 -¿Volvés hoy? – Será la pregunta que lo traerá nuevamente a la  realidad.

 -Si– contesta el hombre, levantando apenas la mirada.

Afuera, adentro. Serán las palabras que definan la entrada  y salida  de ese pueblo, al norte de la provincia de Misiones.  El adentro, el espacio compartido, el aquí, lo nuestro, nuestra gente. El afuera, la ciudad, por la que se abandona el pueblo para intentar nuevos rumbos. Hay que colonizar esas tierras. En ese suelo todo crece. Alcanza con sólo tirar semillas y esperar– esas fueron las palabras que le dijeron.  Convenció  a Susana y la trajo esperanzado en formar una familia, tener su propia tierra. Tener un futuro.

Todavía queda un resto de monte en que, algunas veces, hacen su aparición algún venado, una respetable serpiente, un oso hormiguero. Pero nada más majestuoso que ser recibidos por una cortina de mariposas dando la bienvenida a la primavera.

-¿Podés acercarme hasta Iguazú para tomar el colectivo a Eldorado? Falleció un familiar y debo ir al entierro.- Aclara Pedro.

 -Claro- contesta el hombre. En diez minutos salimos y te vas cebando un mate –Agrega el conductor.

Ambos se acomodan en la camioneta. Repasa todo. Están los papeles del auto, su documento, el tanque de combustible lleno, las verduras recién arrancadas. Su mercadería la dejará en el boliche de Chela. Ella es una madre joven, abandonada tras su preñez. Alguna vez fue del mismo pueblo polvoriento; pero la vergüenza, que se hacía notar en su silueta delgada o la incomodidad de agregar una nueva boca a la mesa de su familia, la hizo buscar otros horizontes. La ciudad sería un nuevo guiño, una posible salida. Su pequeña verdulería, frente al correo, le permite  no  justificar las preguntas curiosas. Desea darse una nueva oportunidad y Miguel, el hombre de las verduras, le parece bueno aunque sombrío. Sus historias, son conocidas en el pueblo, y los has convertido en víctimas de sus destinos.

Han compartido una que otra conversación, pero sus miradas han dialogado hasta pasada la medianoche.

Transitando las calles de su pueblo, Miguel se ha encontrado con miradas lastimeras. Voces ausentes de sonidos que pudieran reponer algo de  luz al manto oscuro  que arrastra cada día desde que se levanta. Todos presienten su soledad pero las labores de la chacra no dejan tiempo para las aflicciones del alma.

El vehículo toma carrera. El polvo empieza a levantarse a medida que la camioneta aumenta la velocidad. Rumbean hacia afuera. Atrás quedan el trabajo, los sacrificios, los duelos  que a diario se sortean. Quizá, esta vez el adentro empiece a clarear.

 

 

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