
Por Carlos Piegari. Barcelona – Posadas. Escritor sofista
“Mantente escondido, esconde todo” aconsejaban los Rolling por 1983. En muchas obras literarias se ocultan y descubren manuscritos, libros y revistas. Bajo tablas de un piso o una cama, dentro de una maleta, sobre la mesa de una librería de viejo. Es un recurso con tradición en la literatura fantástica y la ficción histórica. Encontrar algo impreso, lo convierte en un documento que legitima el relato. Un proceso catalítico que siempre me ha deslumbrado. Según la corriente de pensamiento que lidera la folklorista Linda Dégh, citada por Jan Harold Brunvand en El fabuloso libro de las leyendas urbanas, existen eventos que se transforman en un “factor de realidad”, un “hecho verificable y aceptado como cierto” aunque jamás haya sucedido. Que este truco fuera utilizado por Cervantes o Eco no merece mayor fiscalización. Los escritores son como James Bond, tienen licencia para mentir. Están más allá del bien y del mal. Pero lo que sucede en las catacumbas de la industria editorial ¿amerita la misma patente de corso?
Investigo desde hace algunos años el laberinto de inventos literarios que, las grandes corporaciones editoriales, traman para engañar y capturar nuevos clientes. Personas desesperadas que buscan en los libros una puerta mágica para huir de sus vidas tristes. No sólo leyendo a Jorge Bucay o Alberto Szretter sino también aceptando como dogmas religiosos el cotilleo que gira alrededor de los escritores y autoras superventas. Por eso exploro, de vez en cuando, las leyendas urbanas que se lanzan a la web a través de los youtubers e influencers.
Con el tiempo me topé con algunas de las grandes mentiras del negocio del libro. Una de esas leyendas urbanas podría titularse: No lo crean, las bibliotecas no se hunden.
Cuando hice un master sobre micromarketing del comportamiento en una universidad de Chicago (algo de dudosa veracidad), circulaba por el campus la historia de que la biblioteca de la academia se estaba hundiendo poco a poco. Habían construido el edificio sobre unos terrenos bajo los cuales corrían las aguas del lago Michigan. Los arquitectos habían olvidado incluir el peso de los libros al hacer los cálculos y como consecuencia la biblioteca se estaba hundiendo en el suelo un centímetro cada año. El colmo del pánico llegó una semana en que los inodoros de los baños comenzaron a taparse y a desbordar.
Entonces las autoridades académicas decidieron comenzar a deshacerse de libros. Primero las obras de Proust, Joyce y Borges, luego por los textos de autoayuda y en último lugar fue el turno de los manuales de bricolaje y fabricación casera de centrales nucleares. Finalmente se tomó la decisión de eliminar volúmenes por idioma. En este orden fueron tirados a la basura libros en español, portugués, finlandés y esperanto. Gracias a estas medidas el edificio no se hundió… Mentira total.
La misma leyenda urbana se cuenta en Barcelona y Posadas, pero los que se sumergen no son campus universitarios poco a poco en terrenos pantanosos, sino los gigantescos depósitos de Amazon repletos de… libros. Sí, aunque intenten ocultarlo los grandes almacenes de Amazon atestados de publicaciones por todo el mundo, están aplanando el planeta con sus cargas arquitectónicas mal calculadas. La Tierra en diez años, por culpa de estas megacadenas de distribución global, ya no será un globo, sino algo tan chato como un disco de vinilo.
¿Otra leyenda urbana de la industria del libro? … Pues aquí va la de Gregoria, la primera pirata literaria. Gregoria, era encargada de la limpieza en una de las imprentas más grandes de Nueva York.
Todas las tardes la mujer salía del trabajo empujando una carretilla con sus escobas, secadores, trapos de piso y baldes de limpieza. Los guardias de la puerta sospechaban de Gregoria, para ellos robaba libros apenas impresos y los escondía bajo sus trastos. También cundía el pánico en las oficinas de la gerencia, ¿cómo se filtraban las obras antes de llegar a las mesas de best sellers de las grandes librerías?
Rebuscaban, pero nunca encontraban nada, salvo las herramientas de limpieza que eran suyas. Así que la dejaban irse arrastrando cada día su carretilla. Pasaron los años y la piratería literaria volvió loca a la industria editorial. Amélie Nothomb era leída en una estación de servicio de Itaembé Guazú antes que llegara a Barnes y Noble de Nueva York y el mismísimo papa Francisco discutía con Samanta Schweblin su última novela. ¿Era Gregoria la culpable de tantas filtraciones y plagios?
Por fin llegó la jubilación de Gregoria. El último día, cuando salía de la imprenta, el vigilante de la puerta le dijo: “Bueno, Gregoria, sabemos que has estado robando algo desde siempre. Hoy es tu último día, ya no podemos hacerte nada. Cuéntanos, sino eran libros, ¿qué es lo que robabas?”.
Y Gregoria confesó: “Carretillas”.
Imagen: Culture – Nature, 1971. Lothar Baumgarten.