Algunas modas nunca cambian

por Fabián H. Medina. Posadas. Periodista y escritor. PosadasLadoB.blogspot.com

Una delgada línea de humo salía del capot cuando Charly Saucedo apagó el motor del auto esa fría noche de octubre de 1990. Habían pasado diez minutos de la hora pactada, pero Motta no aparecía.

Aunque estaban demorados, Charly no tocó la bocina. Se entretuvo mirando la decoración de la casa de dos plantas. Esculturas de enanos y duendes custodiaban la entrada mientras otras artesanías se agolpaban en el balcón sin ningún tipo de criterio.

Veinte minutos más tarde y sin mostrar demasiado apuro, Motta salió del caserón. Vestía un pantalón oscuro y un saco de pana marrón sobre una camisa multicolor. Un enorme reloj dorado sobresalía de su muñeca izquierda.

― ¿En esta mierda me viniste a buscar? ―dijo al ver el Renault 12.

Charly no respondió. Mientras se acomodaba, Motta observó el saco azul que colgaba de una percha.

― ¿Así pensás ir vestido a la reunión? Los cuatro botones ya no se usan. Y yo que pensaba que vos eras el hombre de negocios acá ―dijo y lanzó una risotada.

En Puerto Iguazú los esperaba el patrón, Jorge Centeno, un empresario inmobiliario que comandaba un agresivo plan de compra de tierras para el arrendamiento y la reventa. “Se terminó la época de las empresas familiares y las cooperativas. Ahora llegan las multinacionales así que vamos a hacer plata”, le confiaba a sus empleados.

Claro que esa expansión no era encabezada por agentes inmobiliarios. Centeno captó recursos humanos de diferentes perfiles. Su plan de negocios así lo requería. Saucedo y Motta lideraban la adquisición de propiedades, pero las exigencias eran permanentes.

― ¿Por qué anda rompiendo las bolas Centeno?

―Hay algunos propietarios de Eldorado que no quieren vender ―dijo Charly.

― ¿Y cuál es el problema?

―No aceptaron ninguna de las ofertas. Están todos metidos en una cooperativa y se manejan por asamblea.

―El problema es que no los apuraron. Se creen que esto es una inmobiliaria y fueron a negociar en vez de apretar.

Charly no respondió ni apartó la mirada del camino. Hacía varios kilómetros que la iluminación se había terminado y las estrellas solo eran un tímido destello entre las nubes. Luego de fracasar en sus intentos por dormir en el estrecho asiento, Motta retomó la charla.

 ― ¿Y qué idea se te ocurre para comprar las tierras?

―La cooperativa la dirige un tal Saracho. No milita en ningún partido ni viene de una familia tradicional y está muy endeudado. Si le ofrecemos una buena cifra, él puede convencer al resto.

―No. Si le ofrecés más plata después los otros van a querer lo mismo.

―Hay que arreglarlo solo con él. Le ofrecemos una suma en blanco y un extra que se lo damos por fuera para que no haya rastros. Los otros no van a tardar en aflojar.

― ¡Pero dejate de joder! Hay que apretarlos.

―No es la mejor opción ahora. Centeno quiere evitar que el asunto se vuelva público.

― ¿A quién mierda le importa un par de polacos de la colonia? Cuando le quememos el rancho a uno se van a dar cuenta qué es lo que les conviene ¿o te pensás que no?

―No digo que tus métodos no funcionen ―dijo Charly―. Lo que digo es que las compras no tienen que hacer mucho ruido porque todavía no está cerrado el negocio con la empresa. Se manejan en otro nivel y quieren discreción.

― ¡Las bolas discreción! cagones de mierda. Hay una sola forma de arreglar las cosas ―dijo Motta y se corrió el saco dejando ver una Magnum 44―. Igual, yo sé cómo es el asunto. Los tipos como vos y Centeno les gusta vernos desde arriba a los negros como yo. Se creen mejores. Me ven como el negrito de los mandados, pero me necesitan. ¿Sabés por qué? Porque no tienen las pelotas para hacer lo que yo hago.

 ―Los negocios están cambiando. Centeno tiene buenos arreglos en la provincia, pero sigue siendo chiquitaje. Con las multinacionales está la plata, pero hacen negocios a su manera. Hay que adaptarse a lo que piden. Cambiar.

―No hay que cambiar nada. A esa gente le importa una mierda los negros de acá mientras le consigamos las tierras. Lo único que quieren es hacer plata.

―Todos queremos lo mismo, pero esa es la orden de Centeno.

― ¡Me importa un carajo Centeno! ―gritó Motta―. Acá las cosas van a cambiar cuando yo agarre la manija. Ese viejo de mierda se está haciendo la moneda y a nosotros nos tira un vuelto. Ese me quiere hacer creer que es más vivo que yo solo porque usa traje y rosquea con los políticos. Pero si no es él, va a ser otro el que arregle. Ya voy a agarrar la manija. Falta poco.

Charly no respondió. El horizonte se tornaba cada vez más azulado. Unos pequeños estallidos y el humo del capot cada vez más espeso alteraron a Motta.

― ¿Qué pasa con esta mierda?

―Voy a revisarlo. Acá cerca hay un galpón que usamos de depósito.

A unos 70 kilómetros de Iguazú, el auto se desvió por un sendero de tierra hasta dar con una desvencijada tranquera de madera. Charly se bajó para abrirla. Motta sacó una petaca de su bolsillo y apuró unos tragos. El auto avanzó hasta llegar a una pequeña casilla de madera. Sin anunciarse, Charly entró y al rato salió con un bidón.

―No hay nadie, pero encontré un poco de agua.

―Hay rastros de un auto. Anduvieron por acá hace poco ―dijo Motta mientras miraba con curiosidad los surcos en el barro.

Charly levantó el capot. Motta supervisaba desde el auto sin soltar la petaca.

―Arreglo esta mierda de una vez o vamos a tener que hacer dedo en la ruta.

―Ya está. Se había sobrecalentado un poco.

―Había sido que servías para algo ―se burló Motta―. Cuando sea el jefe a lo mejor te deje ser mi chofer. Lo bueno es que sos callado. Pero tenés que conseguirte un auto decente. Esta mierda prendela fuego.

―Puede ser. Ya cumplió un ciclo ―dijo Charly, desde atrás del capot.

―Los tiempos cambiaron, flaco. Hay que adaptarse.

Motta inclinó la cabeza para vaciar la petaca. Cuando terminaba de secarse la boca con el antebrazo, su mirada se clavó por fuera de la ventanilla. La sonrisa se le disipó y sus pupilas se dilataron. A lo lejos se escuchaba el silbido de los pájaros. El sol se asomaba entre los árboles.

Motta se mantuvo serio hasta que esbozó una pequeña mueca.

―No te dan las pelotas ―desafíó.

Un estruendo se escuchó. Los pájaros volaron. Las ramas de los árboles se agitaron.

Motta sintió como la sangre le brotaba del pecho mientras Charly lo apuntaba con una pistola.

―Tus servicios ya no son requeridos.

―Hijo de puta ―escupió Motta y estiró la mano para agarrar la Magnum.

No tuvo chances. Charly disparó dos veces más. Motta ya no dio señales de vida.

Charly agarró el saco y después vació el bidón sobre Motta y el resto del auto. Sacó una caja de fósforos, tomó distancia y arrojó uno encendido. Mientras el auto ardía, volvió por el sendero hasta la ruta. Una camioneta con vidrios polarizados esperaba al costado. La puerta trasera se abrió desde adentro.

―Ya está hecho ―dijo Charly al entrar.

A su lado, Centeno asintió con la cabeza.

― ¿Tuviste problemas?

―No, pero mi saco agarró un poco de olor a humo.

―Tíralo. Ya no se usan los sacos de cuatro botones ―sonrió Centeno y después le hizo señas al chofer―. Apuremos que a las 9 nos esperan los chilenos.

La camioneta arrancó y se perdió en el horizonte de la Ruta 12.

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