
Por Heraldo Giordano. Córdoba – Misiones. Escritor
Amanecía, sabíamos que era el último vaso de cerveza, el bar estaba cerrando. Junto a nosotros y acurrucado se encontraba Ciro, nos miraba con su cara lanuda, sorprendido, sus ojos cerrándose de a ratos y si, ya cansado, porque había estado desde bastante tiempo acariciando el aire con sus monerías, silueta perruna inquieta, como de costumbre. Animal inquieto, impregnado en su carácter de una jocosa ansiedad, pero lleno de ternura para hacerse querer. Había desaparecido desde hacía un tiempo, un día de fin de año, asustado quizá por los estruendos de la pirotecnia, había escapado de la vivienda sin darnos cuenta, pero ahora mientras estuviese cerca, estaba controlado, no vaya a ser cosa que vuelva a escaparse.
Toda una historia tamizaba en una imponente imagen desarrollada a la velocidad de la luz, y macerada en la memoria, y yo allí, en esa escalera de cemento de la casa vieja, por ser un lugar en especial en mis recuerdos, le tenía especial afecto, dado que en ella había vivido muchos años, ahora convertida en una elegante Cerveteca vintage.
Más arriba de mi vista y mis sentidos, sobre el tejado del vecino alcancé a distinguir un gato, pareciera predestinado para ese momento oportuno, disfrutaba de la música que emanaba de la trompeta de Cortázar, entrecortada. Era un viejo video que tenía guardado para situaciones especiales. A menudo lo escuchaba, era necesario hacerlo en ciertas ocasiones, era increíble, mágico, imbuía al ambiente de un suave romanticismo, hasta creía oler el tabaco negro de algún Gitanes de Julio.
Pero para qué mentirnos, el pasado se trepaba con insistencia sobre el deseo, ambos viviendo la misma pasión; ella y yo avergonzados, no queríamos mostrar el instante preciso del beso que ansiábamos…, de pronto un cuervo negrísimo se acercó, brillaba su negro pelaje ante nuestros ojos, tenía una inscripción en el pico, despacito me acerqué y pude observar el nombre Edgar, pensé asombrado… ¿Se habrá liberado de Poe?
Mi pensamiento totalmente abstraído aglutinaba pura bohemia. Cerré mis ojos y me pareció divisar al viejo George, semejaba a un niño ciego gateando en su biblioteca, trataba de alcanzar un libro de Stevenson, que se encontraba en el último estante de abajo.
Apariciones y fantasías, cruzaban una y otra vez por mi cabeza, imágenes con mucho ruido, y de tiempos que nunca volverán, deliberadamente decidí estrellarlas contra la pared de la casa del frente. Dejé de lado la timidez y el estupor, la miré a ella fija a los ojos, no me importó que nos miraran, aprisioné su cuerpo contra el mío, y henchidos de pasión fundimos nuestro amor en un beso. El deseo en este caso, se había postergado demasiado.
Luego abrazados los dos y con Ciro siguiéndonos, nos fuimos gritando “Lo bueno de los años es que curan heridas, lo malo de los besos es que crean adicción” y gritamos al unísono: ¡Grande Sabina!