
Por Alberto Szretter. Puerto Rico. Médico y escritor
Es evidente que el capitalismo (sistema socioeconómico en el que estamos) es depredador de la naturaleza. Frente a los irrebatibles datos que lo certifican se han manifestado voces desde la segunda mitad del siglo XX, más claramente, que alertan sobre la situación de la humanidad. Pero no solo han sido meras advertencias, sino que han propuesto medidas para mitigar o solucionar el inmenso perjuicio de la civilización actual.
Esas voces tienen distintos alcances y nombres. Quizás podríamos reunirlas en dos grandes grupos: el ambientalismo y el ecologismo.
Según Andrew Dobson (Pensamiento político verde. Una nueva ideología para el siglo XXI, de Editorial Paidós, 1997) el ambientalismo aboga por una aproximación administrativa, burocrática, a los problemas del medio ambiente, convencido (el movimiento) de que dichos problemas pueden ser resueltos sin modificaciones sustanciales en los actuales valores o modelos de producción y consumo. Mientras que el ecologismo afirma que una existencia sustentable y satisfactoria presupone cambios radicales en nuestra relación con el mundo natural no humano, y modificaciones profundas en nuestra forma de vida social y política. O sea, el primero es más conservador y reformista, y el segundo más revolucionario, constituyéndose este último en una ideología política. Existe un pensador colombiano, cuyo apellido tiene relación con toda esta problemática: Isaías Tabasura Acuña, que dice que el ambientalismo es superficial, se recuesta en soluciones tecnológicas y en la ecoeficiencia; y que el otro, el ecologismo, es activista, contestatario y se opone al estilo de vida dominante.
El ambientalismo quiere preservar el medio ambiente y detener su destrucción, previniendo la extinción de especies animales y vegetales, creando conciencia sobre la responsabilidad humana en las alteraciones de ecosistema. Pero no cuestiona de manera profunda la raíz de los males, que sobre todo se basa (entre otras causas) en los modos de producción.
A su vez el ecologismo, para no caer en los sellos de los partidos verdes, se plantea límites al crecimiento de los regímenes socioeconómicos (cosa que pone los pelos de punta a los capitostes de las organizaciones financieras e industriales, y a los flujos de capitales), y cuestiona al antropocentrismo, a la idea de que bajando el consumo se solucionan en gran parte los problemas, y a la posición de un ideal de economía agraria descentralizada.
En este momento esquematizamos ambas posiciones. Existen corrientes de pensamiento que poseen algunas características de ambos grupos. Las discusiones entre los dos, da para polemizar durante horas, los impactos de las soluciones concretas a la devastación del planeta, también. Porque una cosa es la búsqueda de algo que bien podríamos denominar utopía, y otra cosa es lo factible de realizar, que necesariamente debe ser a gran escala, ya que toda la humanidad está en peligro.
Bueno es destacar el ensayo de Luis Oyarzún, publicado póstumamente en 1973, en Chile, titulado Defensa De La Tierra, donde desde un gesto ecocéntrico (no antropocéntrico), se refiere a los excesos del desarrollismo en el país trasandino, menciona los trabajos fundacionales de Rafael Mac-Clure, de 1958, y dialoga con Silent Spring de Rachel Carson (1962) que inauguró el ambientalismo norteamericano.
Lo interesante de esta historia es que Nicanor Parra publica en 1982 Ecopoemas, donde denuncia el consumismo, la contaminación y la destrucción del planeta.
El escritor había sido amigo de Oyarzún, y unos cuantos años después, en 1997, el poeta propuso una suerte de homenaje a su compañero en proteger airadamente a la Tierra de la catástrofe climática, que los mismos hombres, o unos pocos hombres en supuesta representación de los otros muchos, producen.
El antipoeta chileno ansiaba defender al planeta más allá de las instituciones y orientaciones políticas partidarias, fue uno de los primeros escritores en manifestarse en este sentido. Había ya en ese entonces una lucha por la orientación ético-estética en sus versos, por hacernos dignos de la belleza y de la vida en la Tierra. Pero los pueblos, sobre todo la ciudadanía olvidada por los gobiernos en este tema, tarda en asimilar las cuestiones. Recién en 1990 Michel Serres plantea la necesidad de firmar un pacto por un nuevo mundo. Así un nuevo constitucionalismo en Ecuador (2008) y en Bolivia (2009) incorporan la figura de la Pachamama y el paradigma indígena del “buen vivir”.
En esta orientación, la ecopoesía del chileno configura una especie de performance y afectividad del disentir político. Porque todas estas manifestaciones desde Nicanor Parra y antes, hasta Greta Thunberg y el movimiento Huelga Escolar por el Clima, son expresiones políticas. No hay que tenerle miedo a esta palabra, porque sin políticas públicas y privadas, no se puede cambiar, ni siquiera paliar, la desesperante situación de la población mundial.
Parra que participó en Nueva York de la manifestación por el Día de la Tierra (fue la primera gran jugada masiva) y escribía con tiza en el asfalto, libre de automóviles, “Be kind to me, I am a river” (que en traducción libre podría significar, “cuídame o sé amable conmigo, soy (tu) río”) quería crear un espacio, que lo deseaba público, abierto, para las expresiones populares con referencia a los antiguos deseos aborígenes de sentirse dentro de la naturaleza, y no separados.
Aquí, Misiones
Este sentir de los pueblos originarios no era exclusivo de los ubicados en la zona andina, aquí en Misiones, florecieron los guaraníes, que no se veían fuera del monte. El monte era su hábitat, y ellos una parte más, tan necesarios como cualquier bicho de la selva y los ríos. No cortaban un gajo de los árboles si no era imprescindible, no tenían el deseo de acaparar, hasta que vinieron los europeos que le inculcaron la idea de guardar alimentos y objetos, el concepto de despensa, de subsuelo o sótano donde poner cosas.
Se suele escuchar que se nombra a los guaraníes como “los antiguos dueños de la tierra”. Es un enorme error. Ellos jamás se consideraron poseedores, dueños, propietarios (en el sentido occidental europeo) de la tierra. Eran parte indisoluble de la selva. Cazaban, pescaban y cultivaban lo indispensable para vivir, sin derrochar. El monte era un hermano. Todo poseía su espíritu, los árboles, los arroyos, la luna, el sol. Vivían la naturaleza donde se sentían parte de manera orgullosa.
Si uno mira la celebración gozosa de la floresta que hacían los guaraníes, y por el otro la destrucción del bosque y la alteración del paisaje que ejecutamos los civilizados, nos daríamos cuenta que los aborígenes han sido infinitamente más ecológicos, sin detentar esa ideología. El uso de dientes de yaguareté, de monos, las uñas de jabalíes, tatú, etcétera, con que fabrican amuletos, se debe al principio animista, y no como en el fetichismo para tener suerte, o como talismanes contra las enfermedades.
Bertoni quizás exagera un poco al decir que ningún pueblo del mundo ha sabido resolver, como el guaraní, las cuestiones referentes a la higiene. Pigafetta, compañero de viaje de Magallanes escribió que los guaraníes vivían muchísimo. Lo mismo dice Maregrav, agregando que llegan a los ciento cuarenta, fácilmente, y sin trastornos de la memoria. Thevet afirmó por su parte que “si no caen de muerte violenta, mueren viejísimos”. En tiempos de César Rochefort (crónicas entre los siglos XVI y XVII) había ancianos que recordaban la llegada de los españoles. Azara dijo que conoció a una viejo de 180 años. Bertoni cita el caso de Miguel Solís, natural de Colombia, que, aunque no era tupí guaraní, como sabía escribir, figura continuamente en las actas comunales, y así su edad está constatada. Ninguno de estos ancianos era jubilado o apartado en un rincón, es más, entre los guaraníes el verdadero gobierno correspondió a los ancianos (sobre todo el gobierno espiritual, la vigilancia de la moral y las costumbres).
No comían sin necesidad o por gula, ni tenían una hora fija para la ingesta. Cuando bebían, no banqueteaban, su reloj era su estómago. Frecuentemente ayunaban. Se lavaban las manos antes de comer y se enjuagaban la boca después de ingerir alimentos. También el cuerpo era objeto de higiene, iban todos al arroyo al despertarse, aunque hiciera frío. Las heces eran enterradas y mantenían las chozas o las enramadas bien limpias. Cada mañana la esposa le untaba la piel a su compañero con un ungüento especial llamado urukú (onoto, achiote o achiotl), extraído de la Bixa Orellana, o con asafrao (en Brasil), grasa de yacaré o de capibara, y algunas tribus con otros aceites vegetales, como los aborígenes del sur de Paraguay y de Misiones, que se untaban con un cocimiento de la corteza de Palo Amargo.
El guaraní acostumbraba a dormir cuando le venía el sueño. Eran casi vegetarianos, comían muy poco pescado y animales del monte que cazaban solo para paliar el apetito. No eran afectos a comer huevos. De uso corriente en su comida era la mandioca y el maíz. Comían despacio y en silencio, y esperaban que los alimentos cocinados estuvieran bien fríos.
Esta era en general la cultura de los guaraníes (extenso pueblo aborigen desde el caribe, caribe es una palabra guaraní, hasta el Río de la Plata, y desde el Atlántico a las estribaciones andinas) hasta que llegó el blanco y fueron reducidos, esclavizados o eliminados, igual que los otros pueblos autóctonos: se produjo un etnocidio.
El primer gran genocidio americano, fue la matanza de los indios que poblaron este continente.
Imagen: Anahí Fleck
Muy buena crónica Alberto, gracias.
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