Llorar esos dolores


Por Vanessa Carolina Makuch. Formosa. Profesora de matemática, maestra, clown

Anoche, luego de muchos años, volví a sufrir un ataque de pánico…o algo parecido. Porque estaba muriendo. O eso deseaba con todas mis fuerzas. Morir y no sentir dolor. Ni miedo. El corazón desordenadamente parecía a punto de salirse de mi pecho. No funcionan, en momentos así, ninguna de las técnicas de respiración, ni mantras, ni músicas, ni rezos que me eviten transitar por un lapso de tiempo, la cercanía de la muerte. Esa especie de infierno que la mente crea y al que el cuerpo todo responde.

Luego, increíblemente me dormí. Algo me ofreció el inconsciente en sueños, porque hoy desperté otra vez en mi centro.

A diferencia de años atrás, puedo ahora buscar información en sucesos como éste.

Rastreo cual sabueso hasta encontrar el momento en que fue detonada en mí, la orden de entrar en pánico, y las circunstancias previas de mi pensamiento, emociones, sentires.

Hace unos días, las redes y los medios se colorearon con la noticia de la muerte de Raffaella Carrá. A mí también me conmovió y lentamente fui entendiendo por qué. Cual caja de Pandora se abrió mi memoria y llevo días en una especie de trance que me está llevando a mirar otra vez algunos tiempos y sucesos de mi historia.

Recordé, por ejemplo, que a mis 6, 7, 8, 9 años me salvaba jugar a que era como ella. Me volvieron las imágenes de la niña que fui, deseando solamente cantar y bailar.

No me había dado cuenta -antes de la noticia de su muerte- que fue tan importante para mí. Pero lo más importante-veo hoy- no era solamente querer bailar y cantar…sino tener esa libertad que ella ofrecía, esa osadía, para la época, de decir las cosas que no se decían, de andar por la vida tan dueña de su cuerpo y de su sexualidad y de su deseo. De quitarle el poder a cuanto escrupuloso la criticara. A ella no le importaba. Y eso la hacía poderosa.

Eso deseaba la niña que fui, viendo lo que les niñes ven. Que ven, no desde la conciencia y la razón, sino desde la pureza de su ser.

Rumiaba también lo que significó para varias generaciones, su imagen. Su coraje. Su ser mujer. Su atrevimiento. Y en esos tiempos de la historia.

Ayer a la tarde, di con una nota posteada en el muro de Mujeres de Arte Tomar, de la página Contexto y Acción, autoría de Bárbara Celis. La nota se titula “Cuando manosear a la Carrá estaba bien visto”[1] y se desarrolla a partir de poner el ojo en una emisión en directo por la TV italiana donde el actor Roberto Benigni se abalanza sobre Raffaella de un modo tremendo, en medio del desconcierto de ella y las risas y vítores del público, argumentando luego que “no es violencia sino poesía”. La autora de la nota -que recomiendo-  hace una lectura muy interesante de la situación.

Luego de leerla, fui a ver el video. Me turbó. Y encontré hoy, que allí se detonó mi ataque de pánico posterior. Fue imposible no pensar en lo difícil que habrá sido para una mujer como ella, como Raffaella, abrirse paso en una sociedad patriarcal y tan machista… y eso, me llevó sin siquiera pensar, a recibir uno tras otro los flashes de la propia historia mía. Que es, al fin y al cabo, la historia de las mujeres, de muchas, en este punto de la geografía y de los tiempos.

Cuántas humillaciones he soportado sonriendo, como si estuviera bien. Volvieron a mi cuerpo las sensaciones de asco, de miedo, de espanto, de enojo ante bromas denigrantes, ante avances no consentidos, ante comentarios en los ambientes laborales, ante desvalorizaciones incluso en ambientes familiares.

La culpa, sobre todo la culpa, por no sentirme halagada frente las expresiones o situaciones que cualquier mujer de alrededor de 50 años, del norte argentino, ha vivenciado. La culpa por creer que era responsable de lo que generaba y recibía.

Desconfiando siempre de mí: Debo estar loca. Ese hombre, ese amigue, ese familiar, lo está diciendo porque me quiere, le gusto, le intereso. Es su modo de expresar cariño. Y ahí iba yo a desplegar todas las estrategias posibles para que el otre quede bien visto. Que no se note mi enojo. Ni mi asco. Ni mi desconcierto. Ni mi impotencia… (como todo eso que se ve en la expresión de Raffaella ante el manoseo de Benigni). Y lo peor, que ni siquiera yo lo note.

Casi en cámara rápida hice un paneo sobre mí misma, advirtiendo los modos que encontré para sobrevivir luego de divorciarme. Incorporé modos de manejo que veía oportunos en la sociedad de los machos en la que vivía. Descubrí que para mantener a raya a algunos que se atribuían el derecho de invadirme porque tenía 27 o 28 años y no tenía marido…era hacerles creer que era tan promiscua como ellos, tan atorrante como ellos. Tan insensible y desconectada de los sentimientos como ellos. Disociada. Y puta, bien puta. Entonces, había dos reacciones posibles: me dejaban en paz porque un macho en serio no quiere una puta dueña de sí (que no es lo mismo que una a la que le pagaban); o me dejaban en paz porque me veían como un par, al que respetaban y mantenían a distancia.

Yo también he seguido el juego -como Raffaella- que había que jugar, que pude jugar.

¡Pero a qué costo!

Al costo de perderme de mi misma y mis gritos más hondos, mis dolores más hondos, mi naturaleza receptiva y vulnerable. Mi voz propia.

Pues me ha llevado unos veinte años este camino de vuelta a mí. Esta recuperación del poder que me pertenece, repartido fuera. Camino que antes creía era solo mío, y ahora sé que es el de tantas. Los últimos seis o siete años gracias al feminismo, a las movidas feministas, me han ayudado a saberlo. Me han ayudado a mirar otra vez mi historia. Me han ayudado a ir, muy lentamente, entendiendo que no era “que estaba loca”, que puedo decir no cuando quiera: y es no. Que mi opinión es válida porque mía. Que los espacios que ocupo no son regalito de una sociedad generosa que me los ofrece, sino que me los he ganado a lo largo de esta vida. Que nos los hemos ganado. Y que mi caminar sigue los pasos y toma los frutos que han dado con su propia vida, otras mujeres antes que yo. A la par que yo. Y que las generaciones que me siguen tomarán la fuerza de mi caminar. De nuestro andar por el mundo.

¿Y por qué el ataque de pánico? ¡ah! por el dolor no llorado, por los gritos que ahogué y estaban aún sin ser gritados, por el enojo que no dejé salir más que en pequeñísimos destellos. Por no haber hecho consciente, hasta anoche, que eso había quedado bajo pisos de concreto… pudriéndose, en el fondo de mi alma.

El trabajo de dejar de verme como víctima me ha llevado tanto tiempo, que en el trajín me confundí: interpreté que expresar esta queja era hacerme la pobrecita… y no.

No soy pobrecita ni víctima de nada ni de nadie; y a la vez, el cansancio de ir caminando como mujer en estos lares y el infinito dolor que eso acarrea, es algo que está ahí. Está aquí. Está en cada mujer. Es verdadero. Es real.

En el infierno del pánico… solo sentía: ya está, ya está. Me puedo ir. Ya me dolió lo suficiente. Ya di lo mejor que pude de mí. Otras, otres harán lo que falte.

Y entre anoche –en pánico- y esta mañana -en calma- me permití mirar, ver, nombrar y llorar. Llorar y gritar el dolor. Hace falta llorar esos dolores. Romper esos pisos endurecidos y dejar que el llanto salga, como pus de una vieja herida, que es la herida común de tantas generaciones de mujeres –y disidencias- a lo largo de la historia.

La sabiduría del cuerpo me lanzó a la crisis del pánico para ofrecerme esta posibilidad.

Hace unas horas no dejo de escuchar y cantar Tuca Tuca, de la Carrá. Y me va invadiendo una suave alegría, un inmenso agradecimiento por vivir en estos tiempos donde tantas vamos recuperando la voz y la palabra. Se van abriendo los ojos. Las mujeres sanamos y sana así la humanidad toda.

Y porque existieron mujeres valientes y poderosas, que como Raffaella en los años 70, se animaba a decirle al mundo: “¡Mi piaci, mi piaci, mi piaci, mi piaci…mi piace!”.

N. del E. Acerca de la reproducción del fotograma del vídeo mencionado en este artículo. La repetición de palabras e imágenes condiciona el campo de acción del sujeto. Es posible no repetir exactamente y cometer errores en la reinterpretación y producir desplazamientos. La performatividad describe que lo que entendemos por “la realidad” es producida a través de la (re) presentación (volver a presentar) posibilidades de acción que son históricas. (Judith Butler, Nora Landkammer). Por lo tanto hemos seleccionado una imagen que sólo nos recuerde como solían ser ciertos comportamientos del mercado del ocio y el espectáculo, ya que el resto de las escenas de aquel programa televisivo de 1991 (interpretadas con categorías actuales) son mera pornografía sistémica sin filtros. Y todo sucedía… en el “horario de protección al menor”.

[1] https://ctxt.es/es/20210701/Firmas/36594/Raffaella-Carra-manoseo-Roberto-Begnini-machismo-television.htm

 

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